martes, 9 de octubre de 2012



Así entonces, de aquélla maravillosa dolarización que tuvo su máximo esplendor durante el menemismo, pasamos a otra marcada por un sesgo cuasiapocalíptico: si durante los '90 el dólar había sido el sinónimo del libre consumo para aquellos sectores más acomodados que podían disponer de ellos sin restricciones, a partir de la devaluación, éste se transformó prácticamente en la tierra prometida trasladada sin escalas al papel
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 Recién con la devaluación el fetichismo del dólar se hizo
más evidentemente palpable; durante los ’90, actuaba primordialmente como medio de cambio y medio de compra, mientras que a partir de principios de 2002 tras
la devaluación del peso, la divisa extranjera se convirtió ante todo en el medio de atesoramiento por excelencia
escogido por amplios sectores, muy a pesar que tal atesoramiento goteara
constantemente producto de la depreciación. Si la burbuja de la convertibilidad
se pudo sustentar durante poco más de diez años, fue en virtud que por medio de
ella, la emisión monetaria quedaba reducida de acuerdo a los márgenes de
ingreso de dólares al país; esto es, habría más dinero en circulación siempre y
cuando existiera un “respaldo equivalente” de divisas. ¿Qué ocurriría si
aquella masa dineraria dolarizada que circulaba felizmente por nuestras pampas
comenzaba misteriosamente a desaparecer? Pues que el Estado debería reducir
drásticamente su emisión —o bien recurrir a la impresión masiva de bonos que
hicieran las veces de dinero—, con lo cual generaba un proceso similar al de la
inflación aunque directamente opuesto: si la inflación implicaba una
depreciación de la moneda en circulación —con las mismas cantidades de
billetes, cada vez se obtienen menos
mercancías—, la deflación forja una
caída ficticia en el precio de las mercancías debido a una disminución de la
demanda social en virtud precisamente de la reducción de la masa monetaria —en
buen criollo, la gente consume menos porque tiene menos en sus bolsillos; el
comercio así debe disminuir forzosamente el precio de los productos, todo lo
cual como ciclo implica un estancamiento de toda la economía, dado que
asimismo, la producción o bien debe realizar sus mercancías por debajo de sus respectivos valores o
bien debe directamente dejar de producir, empujando al pauperismo a miles de
trabajadores. Parece ser sin embargo, que ante la óptica gorila —y la de sus
intérpretes económicos más fieles, los “gurúes”, los “expertos”, los que saben más de economía por el solo hecho
de dar charlas en universidades del “primer mundo”—, siempre es la inflación el
peor de los males, dado que ellos únicamente puede observar los procesos
económicos de manera fragmentaria; el gorila consume, pero olvida que para
consumir debe existir una producción —y por lo tanto agentes económicos que produzcan— que le depositen ante así su
objeto de consumo.